Por José Brechner
El deseo de todo político es llegar a ser presidente. El camino para algunos es
escabrosamente difícil, cual fue el de Abraham Lincoln, quien perdió una
elección tras otra, siendo un hombre que poseía todas las virtudes para ser el
gran líder que fue.
Para otros, el reto es ilógicamente fácil, tal el caso de Barack Obama, quien sin
tener ningún mérito fue elegido por ser apuesto y por su color de piel, rasgos
superficiales e irrelevantes, como su gobierno.
Su presidencia fue la peor en la historia norteamericana, dejó un país desgarrado
socialmente con el racismo resurgiendo sin ton ni son. Económicamente hundido, con
una deuda de 20 billones (trillones en inglés) y políticamente dividido, con
izquierdas y derechas fascistas combatiendo en las calles.
Obama y el frívolo Partido Demócrata, impusieron la moda izquierdista, que logró penetrar
en la mayoría de los medios de comunicación y movimientos sociales. Copiaron agresivas
e incoherentes actitudes de los grupos progres de los países menos
desarrollados, trastornando la civilizada convivencia democrática que era
habitual en los Estados Unidos. Estos descalabros no fueron pasados por alto
por la mayoría silenciosa, el trabajador de cuello azul; el obrero.
La falta de confianza en el establishment que no hizo nada para contrarrestar las
provocaciones de la izquierda bajo el mando de Obama, trajo al escenario
político a un personaje conocido por todos, pero tomado en serio por nadie:
Donald Trump.
El millonario, celebrado por sus comentarios audaces y ocurrentes, más afines con
el ambiente de Hollywood que con el de Washington, hizo escalofriantes acotaciones,
llegando a ofender personalmente a muchos de sus gruesos adversarios, quienes
nunca olvidarán haber sido humillados. No obstante, fue aplaudido por la clase
obrera, que se sintió identificada con los insultos. Sorpresivamente, de los
labios del novato, surgió la voz popular.
Sin ningún entrenamiento político, con un vocabulario ideológico, que sigue siendo
limitado y genérico, está brotando un presidente que cumple con su palabra y que,
a diferencia del resto de los politiqueros de Washington, es un administrador eficaz,
con objetivos claros. La ansiedad esnobista de personajes famosos, que antes de
que Trump fuese político se desvivían por ser parte de su entorno, se
transformó en envidia maliciosa.
Aprender política no es fácil, demora años de estudio y práctica, igual que cualquier
oficio. Trump es un aprendiz veloz, sabe comandar, tiene sentido común, ganó
las elecciones por sí solo y arrolladoramente. Eso lo convierte en el hombre
más envidiado y odiado del mundo. Logró acceder a la oficina oval sin pasar por
las etapas habituales. Primero gobernador, o por lo menos alcalde, congresal, periodista,
ministro, embajador, o responsable de alguna función pública.
Trump, finalmente, está comprendiendo que la política es una actividad colectiva. Inició
el acercamiento a los demócratas y republicanos. Los necesitará para que sus
determinaciones perduren, de lo contrario sucederá igual que con los decretos
ejecutivos firmados por Obama, que están siendo abolidos uno tras otro. (Por
suerte).
En ocho meses Trump hizo más que Obama en ocho años. Está flexibilizándose, reconsiderando
duras posturas que vociferó en la campaña y está enfrentando provocaciones
internacionales, que tendrán que ser resueltas con determinación y valor.
En los próximos tres años se perciben guerras con Corea del Norte e Irán. Dejarlas para
más tarde, pueden ser fatales para la humanidad. Ambos desquiciados países
deben ser atacados y destruidos. Trump no va a dudar en hacerlo. Poseyendo el ejército
más poderoso, sumado al apoyo que recibirá de sus aliados, la victoria será la
garantía de cuatro años más de gobierno para el Donald, quien se convertirá en el
“estadista”, ya no envidiado, sino admirado por todos.
www.josebrechner.com
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