Por JOSE BRECHNER
No pasa un día sin que me tope con alguien que me pregunte ¿Por qué ese violento deseo de dominar unos sobre otros? La respuesta, nuevamente, es sencilla: Porque da placer.
Ser el número uno en cualquier cosa es motivo de orgullo, es la mayor caricia para el ego. Vivimos en un mundo que celebra el triunfo, podríamos decir que es una sociedad deportiva. Lo único que diferencia a unos de otros es el nivel de ambición o avidez de victoria que cada uno se establece a sí mismo como meta.
Los dos objetivos más codiciados y cotizados por el hombre son el poder y el dinero. Ambos van tomados de la mano pero solamente el poder político es ilimitado. El poderío económico embriaga y satisface, hasta que llega un momento en que tienes todo lo que materialmente deseabas tener, entonces las motivaciones cambian.
Puedes construir una empresa que vale miles de millones de dólares y controlar a centenares de miles de empleados, pero ni ser el principal accionista de la compañía más grande del mundo se compara con el dominio que tiene un presidente sobre millones de súbditos. Aledañamente, el político tiene un instrumento inigualable, el derecho a utilizar la fuerza bruta como método coercitivo.
Sin duda, hay muchos motivos anexos que hacen que una persona incursione en política, que es el medio establecido para obtener poder sobre cualquiera. Hasta hay quienes lo hacen con verdadera vocación de servicio. Pero la “gloria” es un placer del que pocos llegan a disfrutar.
Si fuiste rico y no dejaste un legado trascendental, tu nombre desaparecerá de las páginas nunca escritas de tu historia. Más si aniquilaste a tus enemigos, o si beneficiaste a millones en tu trajinar, tu nombre perdurará.
Habiendo hecho esta pequeña aclaración sobre la que filósofos, historiadores, psicólogos, sociólogos, y grandes peritos del comportamiento escribieron gruesos libros, se puede llegar a entender qué diablos anda sucediendo en el mundo, que parece estar sufriendo una epidemia de abortos, de enigmáticos individuos con enormes deseos de dejar su sombría marca en la historia.
La fiebre de figuración comparte un común denominador que se llama “guerra”. Esta se aproxima hoy de una forma nunca antes acontecida. Será, literalmente, global. El ciudadano promedio no la entiende. No sabe cómo comenzó y no imagina cómo terminará, sin embargo toma bandos sin percatarse de las razones que subyacen. La ideología y la religión son excusas. Los verdaderos impulsos son banales, egocentristas.
En el pasado monárquico era más fácil notar la superficialidad de las contiendas. No predominaban los idealismos. Muchas batallas se libraron por faldas, o mejor dicho, por calzones. Otras por dinero. El saqueo como fin, predominó por siglos. Hoy, algunos provocan al vecino por aparecer en la televisión.
De todas las causas que no justifican la guerra, la peor es la religión. Tratar de imponer por la fuerza una creencia en algo invisible e impalpable, es insultante y estúpido. No existe nada más ofensivo ni majadero, que alguien te diga que su fe es mejor que la tuya.
En orden de sandeces peligrosas, le sigue la ideología, que es algo más o menos similar a la religión pero sin el componente místico-divino. Con los ideólogos a veces puedes conversar y hasta negociar. Eso sucede en la democracia. Por lo menos en ese caso, las pruebas de qué funciona y qué no, son tangibles.
Las consecuencias de lo que se avecina, tal vez resulten en el acabose de algunas religiones e ideologías; inclusive está en juego la supervivencia del sistema democrático. Irónicamente, al tiempo que vivimos el momento de mayor riqueza material y evolución científica, con un colosal nivel de acceso a la información, también estamos en el período de máximo oscurantismo.
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