Por José Brechner
Desde el comienzo de la historia, todas las grandes teorías de la conspiración resultaron ser falsas. Delirios populares sin ningún fundamento real.
Las conjeturas que involucran a miles o millones de conspiradores, son las más incoherentes, pues sus tramas suponen ser secretas y no existe posibilidad de que un grupo numeroso pueda ocultar por mucho tiempo lo que intenta hacer.
Los grandes crímenes, los magnicidios, son usualmente realizados por lobos solitarios. Tal fue el caso de los asesinatos de John F. Kennedy e Yitzhak Rabin. Lo mismo fueron los atentados contra Ronald Reagan y el Papa Juan Pablo II.
Ninguna persona inteligente creerá que alguien que pretende asesinar a un hombre poderoso lo haga notificándole con antelación a sus parientes y amigos.
A lo máximo que llegaron los delincuentes en patota es a formar mafias, cárteles, partidos políticos o movimientos sociales. En las mafias o cárteles evidentemente se tejen maniobras criminales, pero son muy diferentes a las de índole política.
Los partidos y movimientos políticos están abiertos al público, o sea que sus planes no son maquinaciones secretas, son su ideología. Y este es el punto que debe estudiarse, pues nunca hubo un gobierno de una corriente izquierdista tan adversa contra los Estados Unidos, como el de Barack Obama.
Jimmy Carter, que no sobresale por su lucidez, cuando tomó el pode se rodeó de sórdidos individuos afines a su pensamiento. El más sinuoso e importante era Zbigniew Brzezinski, su Asesor de Seguridad Nacional, el intelectual del grupo. Sus tortuosas teorías sobre cuál debía ser el manejo gubernamental y el destino planetario, fueron reveladas al público por periodistas y políticos.
La mayor experta en el guión de Brzezinski, fue la elocuente erudita Jeane Kirkpatrick, Embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas durante el gobierno de Reagan. La eximia pensadora publicó brillantes libros, describiendo la filosofía que guiaba los actos de Carter, el primer presidente socialista norteamericano contemporáneo.
Carter fue senador estatal del congreso de Georgia; posteriormente llegó a Gobernador del mismo Estado y por último fue Presidente de los Estados Unidos (1976-1980).
Sus discursos y acciones reflejaban visiblemente cuál era su absurdo y embrollado pensamiento filosófico, pero ¿a quién le interesa la filosofía en estos tiempos?
Napoleón Bonaparte decía que para hacer Política hay que saber de Historia, y para entender la Historia, hay que conocer de Filosofía. Sin esos tres elementos, propiamente conectados, cualquiera que lllegue al poder, fracasará.
El pasado polItico de Barack Obama, el segundo presidente norteamericano socialista, de tendencia leninista, es distinto al de Carter.
Obama se educó en un ambiente marxista-islámico-anti-imperialista (léase anti-americano) que describió en sus dos libros y ensayos universitarios. Como no ejerció altos cargos hasta llegar al Senado Nacional, y en el Legislativo no sobresalió, pocos sabían de su ideología, pero ésta no era ningún secreto.
Tanto Carter como Obama fueron elegidos porque tenían linda sonrisa y se veían atractivos en la televisión. Las mayorías aprecian más la apariencia que el contenido. ¿Quién es más conocido Leonardo Dicaprio o Shinzo Abe? ¿A cuál prefiere ver la gente en TV? ¿Quién es más importante?
Pues bien: ¿Es Obama un conspirador? Un confabulador no escribe sobre sus planes. BO es un ideólogo mediocre que sigue a rajatabla su descalabrada convicción progresista-populista. Ni Carter ni Obama entienden que los norteamericanos aman la libertad individual, la libre empresa, la propiedad privada y el capitalismo; principios que son antagónicos a toda propuesta colectivista.
El contubernio conspirativo surge porque el presidente quiere acabar con la influencia global de los Estados Unidos; la cultura del hombre blanco; y, en lo más recóndito de su ser, gustaría de ver a América pisoteada bajo la chancleta islámica. Lo dijo, lo escribió y lo está haciendo. No es una conspiración, es su programa de gobierno.
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